Rómulo Mar
  Sombras
 
Navegando al garete sobre una endeble balsa en el mar, alucinaba.
La embarcación en la que viajábamos naufragó cerca de las costas del Océano Atlántico y todos nos diseminamos sobre las aguas. Cada quien buscó un asidero que le permitiera resistir hasta que, ¡vana esperanza!, llegara algún grupo rescatista a auxiliarnos. Yo me aferré a la vida cuando agarré cuatro tablas de madera atadas de lazos que seguramente formaban parte del equipo de salvavidas que transportaba el barco.
La mayor parte del tiempo logré conservarme a flote inclinado sobre las tablas, con las piernas hundidas en el agua por las sacudidas que me daba el oleaje. 
            Después de un largo tiempo de estar luchando por sobrevivir, bastante agotado, a punto de desfallecer, tuve una visión brumosa de una persona pequeña que flotaba de pie sobre la superficie del mar.
Hice un esfuerzo para mirar bien. La bruma se fue disipando lentamente hasta mostrar su figura con toda claridad. Era un simpático anciano luminoso, flacucho, de cabellos blancos rizados y barba recortada; cara redonda y ojos verdes.
Quizás para captar mi atención y conseguir mantenerme consciente el tiempo necesario, inició de inmediato una entretenida charla.
            Su relato lo recuerdo perfectamente. Me impresionó mucho y me hizo reflexionar. Por eso decidí escribirlo para compartirlo con alguien más. En el fondo, tal vez, aparte de salvarme la vida, el propósito principal de aquél honorable personaje era convertirme en el vehículo encargado de transmitir su mensaje.
            Lo cuento como me lo contó:
            “Deambulando por una de las calles de la inmensa ciudad de miedo que representa nuestra capital, me encontré con la muerte, vieja fea que acecha siempre. Ésta merodeaba por los lugares que yo frecuentaba.
            En esas circunstancias fui testigo de dos asesinatos, vi morir a dos seres longevos muy apreciados.
            Primero presencié el deceso de la Tarde. Las sombras llegaron rápidamente y la apuñalaron cobardemente por la espalda. No le dieron tiempo a reaccionar.
            En la morgue informaron que falleció por la falta de claridad, por la ausencia de calor y de bellos colores. Fue un funeral extremadamente triste.
            Los periodistas que cubrieron el suceso comentaron que hechos como ese se producen a diario y que es una consecuencia de la poca atención que le ponen las autoridades gubernamentales a los problemas de nuestro entorno.
            Apesadumbrado me alejé de la escena del crimen maldiciendo por su incompetencia al opaco gobierno, tentáculo de la noche que se cernía sobre la población.
            Lo acontecido me fulminó. A mi ya desgraciada situación se venía a sumar ésta, como para enterrarme vivo por completo.
            Quiero confiarte que yo, en esa ocasión, andaba perdido. Me vine de la provincia a la metrópoli con la esperanza de ganar buen dinero trabajando honradamente. Pasado algún tiempo ir a pasear a mi pueblo cada fin de semana bien vestido y con las bolsas preñadas de billetes nuevos.
            Ese sueño se me desvaneció pronto. Después de quince días sin conseguir trabajo ya me dio vergüenza retornar vencido y más arruinado.
            Cuando el dinero se me agotó me tocó dormir en las aceras, arrinconado en las esquinas de las puertas de los almacenes. Me “hospedé” en tantos y extraviados lugares hasta que descubrí el portal, un lugar muy concurrido: había pordioseros, borrachos, maleantes, locos y prostitutas. Allí entablé amistad con algunos de sus residentes y se convirtió en mi base de operaciones.
            De ahí partía a buscar empleo y regresaba tragándome el cansancio y el hambre. Nunca imaginé que yo sería espectador y actor, con el papel de víctima, en el drama y la tragedia representados en el teatro de nombre `mi país´. Pero así fue.
            Como decía, de vuelta a mis tribulaciones, dejé atrás la estela de dolor por la sensible desaparición de la Tarde y proseguí mi camino sin destino fijo. Y sucedió que cuando me interné en un estrecho callejón, me salió al paso un fiero Frío que se pegó a mi lado e inició de inmediato, a quemarropa, un monólogo loco lanzándome ráfagas de palabras que me aturdían. Eran expresiones hirientes y tan pesadas que me hicieron caminar como andando contra la corriente de un río.
Tratando de resistir el embate, me paré un momento, hundí mis manos en las bolsas del pantalón y me eché la mirada hacia adentro.
            De pronto se produjo un apagón general de las luces en las calles y la noche se vino sobre mí desbocada, tan violenta que al golpearme casi me derriba. Abrí los ojos, pero la mirada no despegó.
            El pánico se apoderó de mí. Y no era para menos: al Frío que cada vez me acosaba con mayor rigor se vino a aliar este otro elemento fatal.
            Muy difícil de asimilar esta situación complicada.
            Pese a estar inutilizado, me mantuve de pie, pero sin poder avanzar ni un sólo metro más.
Quieto y cauteloso me esforcé por mantener mis ojos afuera, o, por lo menos lo que yo consideraba que era afuera, pues era difícil tener certeza, ya que la oscuridad era tan densa que se unió a la de mi interior, tendiendo un puente oscuro que inundó todo.
Navegué en la nada.
            Al rato me agaché y gateé, a tientas, como loco. Después de un rato palpé un pedazo de vidrio entre los desperdicios del suelo. Entonces se me ocurrió una brillante idea que alumbró mi mente: pensé que la oscuridad podría servir para taparme y protegerme. Esta idea la concebí porque había notado claramente (era evidente que no se veía nada) que la noche era sumamente espesa, la oscuridad más negra que jamás se había presentado en este mundo. Así que le rasgué un retazo con el cristal para comprobar que me funcionaría.
            Tras estar seguro, levanté artísticamente el fragmento de vidrio y lo hundí en las entrañas de la noche lo más profundo que pude. Luego, corté en línea recta unos quince metros y crucé a la izquierda otros quince, y repetí los cortes con la misma medida en los otros extremos. El resultado que obtuve fue una tela cuadrada que me cubriría suficientemente a mí e, incluso, serviría para compartir con mis vecinos del portal.
            Satisfecho por la labor realizada, halé mi oscuridad, me acomodé en el andén y me tapé completamente. El Frío, entonces, se puso tan bravo que me disparó una furiosa andanada de vocablos sin tregua y sin compasión que chocaron contra mi sábana negra. Por fortuna, mi trinchera era a prueba de atentados gélidos, por lo que todos los ataques sólo en la superficie impactaron.
            Cuando se dio cuenta que era inútil seguir atacándome, se acurrucó a mi costado derecho y ahí se durmió temblando.
            Al amanecer lo encontré desparramado en la calle. Gemía el pobre; eran sus últimos estertores. 
El sol, al salir, le dio el tiro de gracia.
Mas tarde, en el cenit, el sol irradió luz sobre aquella espeluznante realidad cotidiana que ha amenazado con seguir golpeando, sin descanso, a la mayoría de habitantes de mi nación.
Yo se que uno solo no puede remediar el problema. Necesita el concurso de muchos. Por eso clamé con todas mis fuerzas y de mi boca brotaron palomas que emprendieron el vuelo.
Deseé que esas palomas encontraran nidos en las regiones de los cuatro puntos cardinales.
Aún sigo anhelando con todas mis fuerzas que eso ocurra”.
Al concluir su relato, con una tristeza de camposanto impresa en su semblante, el agradable señor guardó silencio. Su mirada la alargó sobre las inquietas aguas y la sembró en la línea final.
La figura del anciano me pareció de juguete cuando noté que una enorme ola se irguió a sus espaldas. Enseguida lo engulló. Después, nada.
Cuando reaccioné, me encontraba cerca de una extensa playa y vi en el cielo cuatro palomas blancas que se separaron y volaron en direcciones opuestas.
 
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