Rómulo Mar
  Disparidad
 
          El caso me pareció curioso. Curioso y divertido a la vez, tanto que no resistí la tentación de detenerme a observar. El joven estaba en plena calle, de pie, empinándose una cerveza mientras su perro le ladraba insistentemente, babeaba y le miraba ansioso la cara. Cuando el muchacho desprendió de sus labios el envase se lo metió en el hocico al animal. Éste bebió gustoso el amargo contenido al tiempo que su amo arrastraba un par de frases de elogio hacia su fiel amigo.
- Bueno, y si se admiran porque toma cerveza… eso no es nada. Este mi compañero es vegetariano – Hizo una pausa y agregó - Y le encanta la fruta -
La revelación arrancó de los presentes un ¡ooohhh! salpicado de comentarios y risitas.
El acto era repetitivo: perro y hombre, hombre y perro se alternaban en el uso de la “palabra” y de la botella.
            Otro individuo, testigo de la escena, también contribuyente asiduo de la Licorera Nacional, me atascó en su aliento caliente y picante la novedad de que el aludido joven acudía a consumir cerveza rutinariamente los fines de semana a esa tienda de segunda, de nombre “Sonrisa”, cuyo dueño era más serio que una valija. Allí se expendían licores y artículos de primera necesidad. En voz baja, y más cerca de mi aún, el maloliente tipo me confió que aquél siempre pedía doble, pues su mascota ya estaba bien entrenada en esos menesteres.
            El muchacho que cargaba al perro tendría unos 24 años, de tez canela, mediana estatura, voz áspera, físico bien ejercitado, moderadamente vestido y gorra azul con una pluma blanca al viento. El can, sostenido por una cadena, era robusto, trompa ancha con labios aguados, peludo, de color café y negro.
            En uno de esos turnos para hablar que el perro le concedía, el tipo de la gorra con su pluma blanca, carraspeó un par de versos:
                                         - “Amor mío, yo encendí        
                                            el fuego que me hace sufrir,    
                                            pues no quieres descubrir      
                                            la bella rosa que hay en mí ” – 
Enseguida inclinó en su boca una nueva botella y la vació sin descansar, la demás clientela presente se desbordó en aplausos y silbidos.
A ambos, perro y amo los conocía yo, y esta tarde los había visto, bajo un candente sol, desplazarse sobrios por la amplia calle que conduce a su hogar, a la vecindad de donde también vivo yo.
La frescura de la noche permitía andar desabrigado como estaban el animal y su propietario.
Consumido el líquido embriagante, o el dinero acaso, contemplé a estos protagonistas de tan interesante espectáculo avanzar de regreso a su casa. Los dos recorrieron aquella calle que horas antes fuera ancha ahora muy estrecha a juzgar por los choques que se daban contra las paredes de las aceras opuestas. Antes la caminaron el hombre y su animal, ahora parecían dos animales cansados persiguiendo su casa, una vivienda que el alcohol se encargó de alejar demasiado del lugar donde la habían dejado.
Sus dos zigzagueantes siluetas en la distancia se fueron viendo borrosas, quizás por el efecto mismo del alcohol de quien las veía; luego, se confundieron, o se fundieron en realidad, en una sola…
 
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