Rómulo Mar
  Efectos
 
Los dos se enfrascaron en una discusión tan acalorada que uno de ellos llegó al extremo de ofrecer meterle un par de tiros al otro si la ofendía. Y en un arrebato de ofuscación hizo dos disparos al aire para demostrar que hablaba muy en serio. Ambos eran consuegros. Sus hijos tendrían mes y medio de casados. Esa vez se habían reunido, junto con otros parientes, a echarse un par de tragos. Al calor del aguardiente, Roberto, el padre de la joven recién casada, se puso sentimentalón y reiteraba a su consuegro, en son de recriminación, que su hijo se había llevado su flor, la luz de su vida. - ¡Se llevó la mejor mujer, y punto! – Sentenció en una de tantas. La pareja de jóvenes se llevaba muy bien desde que se conocieron tres años atrás. Los dos estudiantes universitarios, liberales, de pensamiento maduro. Él, muchacho trabajador, bien centrado. Ella, no digamos, de sangre fría, decidida, audaz; de armas tomar, pero con una cucharada de azúcar lista para endulzar el café amargo cuando fuera necesario. El padre de Nazareth, la muchacha en referencia, se ufanaba de ser hombre moderno, que entendía bien eso de que las hijas e hijos son flechas que tensan el arco y que en cualquier momento deben ser lanzadas sin esperar retorno. Pero a la hora de rajar ocote se amueló. Hoy estaba frente a su consuegro amenazante con el arma en la mano y el semblante endiablado. ¿Cuál era la disputa? - ¡Él se ha llevado lo mejor! – Insistía Roberto. - Mirá, Roberto, - se atrevió a expresar Cándido con calma evidente – te voy a decir una verdad, y no hay nada más cierto que esto: yo comprendo que vos, como padre que ama a su hija desde lo más profundo de su alma, la veás y la sintás como el ser más puro y perfecto del universo. Es razonable, lógico, natural. Sin embargo… - ¡Si decís una palabra más no sabés lo que te va a pasar! – Amenazó Roberto, de pie, tembloroso, al tiempo que sacaba la pistola y disparó al aire. Sus ojos estaban casi desencajados y encendidos. Cándido se quedó con la boca abierta tragándose la idea que había intentado externar. Acto seguido, Roberto cambió de mano el arma, agarró la botella que estaba sobre la mesa y la vació literalmente en su garganta. Resopló. Cogió la mitad del limón, lo exprimió en su boca, se lo pasó por la lengua y cerró su parlamento con estas palabras: - ¡No quiero que me volvás a dirigir la palabra ni que pongás un pie más en mi casa! – arrancó su chaqueta negra de la silla donde estaba y salió aventando cuanta cosa se le atravesó en su camino. Cándido se quedó estático en su silla con la mirada fija en la pared, sin entender a cabalidad lo que había ocurrido. Los que le acompañábamos lo secundamos. - ¡Cómo es la vida! – pudo articular finalmente, en tono reflexivo – hoy quedamos como enemigos. Hace unos instantes éramos fiesteros, contamos chistes y nos reímos escandalosamente, mientras le hacíamos los honores al dios Baco. Este líquido que, a pesar de que siempre ha estado ligado a muchas tragedias, lo seguimos consumiendo como animales sin freno. - Lo peor del caso – continuó, Cándido, y suspiró – es que no supo ni sabrá lo que yo iba a decir al final, cuando me cortó. Si lo hubiera escuchado, ahora estaríamos abrazados…
 
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