Rómulo Mar
  La Torre Cleo
 
- ¿Ya encontraron el libro de don Guillermo, muchá?- resonó en el pasillo la voz aguda de la dueña de la librería.
- Nooooo – respondieron al unísono dentro de la bodega los dos muchachos. – Ese libro ya lo buscamos y rebuscamos y nada, doña Cleo – aseguró el más serio de ambos.
Y era cierto, los chicos habían buscado con empeño entre aquél mar de libros. Dos o tres veces se habían topado con el mismo libro La Divina Comedia, de Dante alighieri; habían visto bien la Iliada y la Odisea de Homero y Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, se exhibió luminoso. Pasaron ante sus ojos Romeo y Julieta, de Shakespeare, Residencia en la Tierra, de Pablo Neruda, El Código Da Vinci, La Metamorfosis y El Hombre Duplicado. Vieron también la Biblia, El Poema de Gilgamesh, El Señor Presidente, Cien Años de Soledad…
Habían revisado estantes y cajas y tenían los libros regados y amontonados por todos lados. Levantaban grandes pilas de libros para poder ordenar su búsqueda, sin darse cuenta que así ponían en peligro la integridad de las obras. La posibilidad de que algunos ejemplares se dañaran no era remota, especialmente porque ellos inventaron un juego que consistía en formar ciudades, mundos y universos, utilizando para ello sólo libros. Entre sus imaginarias construcciones sobresalían altísimos edificios. Las torres gemelas las repitieron infinidad de veces. También edificaron torres triples que llamaron “triángulos imperiales”.
Un trío de esas altas torres, “el triángulo imperial 3”, como lo bautizaron, se derrumbó y el piso más alto (el tomo de Don Quijote de la Mancha) se deslizó hasta el corredor. Uno de los muchachos lo fue a traer, comprobó su buen estado, lo revolvió entre todos y continuó su labor.
Otros textos no corrieron la misma suerte de Don Quijote, ya que al caer se rompieron varias páginas y fueron a parar al fondo de una bolsa de basura para que no los descubriera la dueña de la librería.
Este par de chicos jugaba, pero también miraba cuidadosamente los títulos, sin embargo, el que buscaban no aparecía por ningún lado. Así que, agotados, le informaron a la señora que el libro de don Guillermo no estaba.
Doña Cleotilde, tan alta cual rascacielos, los escuchó y los vio desde su altura con cara de duda parada en la puerta de la bodega. La delgadez de su figura partió en dos el espacio de la entrada.
- No es posible – dijo ella. Su rostro se mostraba siempre serio, pues era tan delgado, semejante a una página de libro, que no daba lugar para una sonrisa.
- Él me lo prestó hace pocos días y yo nomás lo terminé de leer lo traje aquí. Estoy completamente segura -
La señora planeó con su mirada por todo el recinto y suplicó a los dos adolescentes:
- Vuelvan a buscar, por favor, muchá. Lo va a pasar a traer hoy. Ahí tiene que estar. Háganse la campaña – Y se alejó meciendo su falda en la que sus dos quebradizas piernas se escondían temerosas.
Los muchachos conectaron sus miradas, suspiraron y, sin más remedio, se zambulleron de nuevo en aquella navegable cantidad de textos.
         Se dedicaron a buscar El Libro de Don Guillermo, claro, aunque jugar volvió a ocupar la mayor parte de su tiempo. Otra vez se dispusieron a construir edificios. Los triángulos imperiales estuvieron erguidos de nuevo, al igual que varias torres gemelas.
Uno de los dos empleados reunió los libros más pequeños y elevó el “inmueble” más flaco. Éste se balanceó en el aire cual borracho a punto de caer. Los muchachos lo sostuvieron para evitar su derrumbamiento prematuro y corrigieron algunos niveles para proporcionarle mayor equilibrio.
Ambos contemplaron de lejos la obra “arquitectónica”.
- ¿Cómo crees que debería llamarse esta torre? – preguntó el constructor, muy pillo a juzgar por la expresión de su rostro. Y como no hay pícaro que ande solo, el otro inmediatamente adivinó el pensamiento de su compañero. Torció la boca hacia el lado izquierdo y los ojos a la derecha. La risa le empujó el nombre que salió expulsado con una gran cantidad de mezcla de aire y saliva: - ¡La Torre Cleo! -
Ambos se devanaron de la risa. En ese momento, resonaron en el pasillo los taconazos de doña Cleotilde quien gritó desde el fondo:
- ¿Ya encontraron el libro de don Guillermo, muchá? -
- ¡Noooo! – dijeron los jóvenes y trataron de caminar a su encuentro. Avanzaron como en arenas movedizas entre la enorme cantidad de libros regados por toda la bodega. Al pasar junto a la torre más alta de “el triángulo imperial 3”, movieron sus bases y otra vez se desplomó.
Doña Cleotilde se detuvo en la entrada y el libro que formaba el piso más alto se deslizó hasta sus pies.
La encorvada espalda de la señora formó un arco perfecto y las largas pinzas de sus manos lo recogieron con cariño. Lo puso amorosamente en su regazo y leyó el título:
- ¡Aquí está! – acuchilló con su voz chillona y lo mostró a los jóvenes.
- ¡¿Don Quijote de la Mancha?! – exclamaron en dúo los jovencitos y se miraron inquisitivamente a los ojos.
- ¡Sí! – dijo a secas doña Cleo y se retiró rasgando el viento.  
 
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