Rómulo Mar
  El susto del río
 
           Allá por el año 1968, siendo aún muy ishchocos y el río Carkaj muy caudaloso, nos juntábamos un buen puño de amigos y primos y nos íbamos a las vegas a recoger los nísperos, o chicos, como mejor los conocen en otros lados.
Eran los tiempos de la nisperiada.
          Los grandes árboles de la orilla del río botaban las apetecidas frutas durante la noche y tenían la dicha de pepenarlos aquellos que llegaran más temprano. Así que había que madrugar. A eso de las cuatro de la mañana salíamos de la aldea, ubicada precisamente en las márgenes del Carkaj. Llevábamos encendidos unos mechones de ocote para alumbrarnos y uno de esos chuchos que nunca se pierden ese tipo de aventuras.
Los estrechos caminitos de tierra los caminábamos sin ninguna dificultad, a veces saltando de piedra en piedra para no meternos en los charcos de agua que allí nunca faltan, pues son terrenos bastante húmedos.
          A medida que nos íbamos acercando a las vegas, el rumor del río se acercaba a nosotros. El ambiente se tornaba un poco misterioso y muy sonoro. Se mezclaba la diversidad de sonidos propios del lugar y de la hora.                   
          Al ruido de la correntada de agua se le unían el lúgubre lenguaje de los búhos, el agudísimo chillar de los grillos, el crujir de la hojarasca seca al aplastarla y el murmullo del viento que comunicaba no se sabe qué mensajes al rozar las ramas de los árboles.
          Una de esas ocasiones, una noche sin luna y, por lo tanto muy oscura, levantamos los alambres del cerco de una vega y nos metimos. La búsqueda fue frenética y bulliciosa porque estábamos contentos y corríamos de un lado a otro tratando de recoger la mayor cantidad de nísperos que cada quien pudiera. En cada brinco lanzábamos montones de hojarasca con los pies, haciendo más escandalosa nuestra presencia.
          En esa febril actividad estábamos cuando de pronto escuchamos en el río un gran grito de una mujer: –!Ayyyy mis hiijooooooss¡- Nosotros nos quedamos estáticos, con los ojotes bien abiertos y los pelos parados esforzándonos por ver algo en la tiniebla. El chucho se me pegó a las piernas con la cola entre las patas y chillaba. La mujer seguía gritando y somataba un trapo mojado sobre una piedra: !!splash, splash, splash... ay mis hiijooooos¡¡
Yo sentí que se me hicieron un manojo los músculos de la frente y que el cerebro se me encogió. Al ratito nos armamos de valor y nos acercamos despacio al cerco, a la orilla del barranco, y no había nadie en el río... El silencio se fue hacia abajo, se hizo profundo y nos inundó. El río se lo llevó.
          Nos vimos las caras sin decir una sola palabra, -glu- sólo tragamos saliva dura. De pronto, río abajo, otro escalofriante grito nos estremeció: - ¡¡ayyyy, mis hiijooooooos... splash, splash... ay, mis hiijooooos!!
          Todos quedamos como sembrados en la tierra, como palos que pasamos a ser parte del bosque. Quizá corrió sábila por nuestras venas en ese instante, o agua del Carkaj que pareció agigantarse a nuestros pies, amenazando con arrastrarnos en cualquier momento. Un momento de una duración que nunca podré medir.
          Quien sabe cuánto tiempo después, cuando por fin pudimos recobrar algo de movimiento, salimos despavoridos. A saber cómo cruzamos el cerco de alambre y en menos de lo que canta un gallo estábamos en nuestras casas. Rápido me metí en mi cama con una sonrisa picarona dibujada en mi rostro.
          Al día siguiente agarré mi manojo de ocote, mi bolsa de pita acostumbrada y salí. Beto estaba también ya listo esperándome afuera de su casa.
          Eran cabal las cuatro de la mañana. El chucho, como siempre, iba contento adelante por el camino a las vegas.
-          Vos, ¡qué bien engañamos a aquellos ayer, vedá! –me dijo Beto.
-          Sí, vos. Hoy si vamos a darnos una hartada de nisp... –no pude terminar la frase, porque de repente descubrí que ya bajo los árboles de nísperos andaban los otros reacogiendo toda la cosecha del día.
          Con Beto sólo nos miramos las caras y mejor nos callamos.
 
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