Rómulo Mar
  La poza encantada
 
         Un extraño pintor, con la bolsa de los colores de la vida al hombro, una tarde de un día soleado se instaló bajo uno de los frondosos árboles de sabrosa sombra, a orillas de la Poza Encantada del río Carkaj.
          La poza era famosa por su profundidad y sus misterios. Se rumoraba que nadie jamás había tocado su fondo, que allí se bañaban las muchachas más hermosas, pero también que allí salían espantos.
          El pintor, ajeno a lo que se decía de la poza, colocó su caballete y su lienzo, tomó su paleta y su pincel, y se dispuso a crear. Aspiró profundamente el aire puro que lo abrazaba, se bañó los oídos de música natural y se sumergió en el universo de figuras, líneas y colores que le inundaban la retina.
          La magia empezó a surtir efecto. El pincel pintaba y dibujaba con tal maestría que parecía moverse con voluntad propia. Puso un verde profundo de fondo. Otros colores se escurrieron, naturalmente, hacia sus espacios correspondientes y un trazo magistral le dio forma al río. Luego, deslizó reflejos perfectos de rayos de sol sobre la superficie del agua.
          La creación artística se convertía rápidamente en un espejo de la naturaleza.
          Repentinamente la obra hecha sobre el lienzo superó su estado estático y adquirió movimiento. Las aguas del río recién dibujado fluyeron; de igual manera, las ramas de los árboles empezaron a mecerse. Mientras, en el exterior, lo real se aquietó. Después, la pintura volvió a su estado normal y la naturaleza recobró su actividad.
          Pero pronto el fenómeno volvió a repetirse, una y otra vez, cada vez con mayor celeridad. La pintura y la naturaleza cambiaban alternativamente de estado de movilidad a inmovilidad, hasta que la intermitencia alcanzó gran velocidad.
          Súbitamente el vértigo alucinante del movimiento alternativo se detuvo y se instaló una profunda atmósfera de paz.
          Enseguida, aquél ambiente sereno fue quebrándose paulatinamente ante la actividad que recuperaba la naturaleza. Además, sobre la tela del artista también empezaron a moverse, ¡con vida propia!, todos los elementos que el pincel había pintado.
          A continuación, sobre el cuadro se posó el pincel una vez más y, tras un leve roce, surgió una barquita que de inmediato se balanceó y se movió navegando en la escurridiza corriente cristalina creada por el pintor. Se dejó arrastrar lejos, pero luego volvió a la poza.
          Alrededor de la pequeña embarcación, siete pececillos de distintos colores: un anaranjado, un amarillo, un verde, un azul, un añil y un violeta, mostraron un arco iris brincando nerviosos sobre el agua; de pronto se sostuvieron unos segundos en el aire y, en seguida, se fueron zambullendo en el agua uno tras otro. Al penetrar en la superficie del río produjeron sonidos diáfanos de piano, emitiendo notas secuenciadas de la más alta a la más baja. Cuando se escuchó la última nota, un do muy grave, un profundo silencio se tragó la armonía sonora del ambiente. Se percibió, entonces, una inmensa quietud de sordo y de ciego. Las hojas de los árboles se sosegaron y el aire dejó de soplar. El río se detuvo. Por un momento, absolutamente todo se murió. El tiempo voló (se escapó, se diluyó).
          Luego, de golpe, el mundo revivió otra vez. El aire giró con violencia. El pintor, hundido en la maravilla que sobre el lienzo se reproducía, se quedó congelado cuando una ráfaga de viento le arrebató la obra de arte y la levantó a la altura de las copas de los árboles. Después, cual hoja seca, o como alfombra mágica, fue cayendo suavemente en la Poza Encantada. En el instante en que el cuadro se ahogaba, la barquita se desprendió de la tela y, dando tumbos, navegando río abajo, se perdió. Los vivaces pececillos formaron una rueda en el centro de la poza y se quedaron retozando. Enseguida se elevaron, pintaron el arco iris en el aire, y desaparecieron.
          Inmediatamente después, como un mensaje enigmático, una débil ondulación del río, que cambiaba de colores en forma rítmica conforme avanzaba, llegó a morir a los pies del pintor. Éste, al ser tocado por el líquido cristalino recobró su movilidad y sus facultades, recogió sus implementos artísticos, colgó de su hombro la bolsa con los colores de la vida y se esfumó.
 
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